Portugal

Isla de Tavira

Guarden mapas, guías de viaje y esperanzas de pulseras de todo incluido.

En la isla de Tavira no se necesita hacer espídicos planes ni sortear hordas de turistas para ver el enésimo monumento. En esta isla portuguesa solo se puede hacer una cosa: descansar. O quizás dos: descansar y comer bien. Esa es la faceta liberadora de esta lengua de tierra de 11 kilómetros en el Algarve, a unos 90 kilómetros de Huelva. El paraíso no consiste solo en pisar sus playas; el paraíso consiste en no tener que tomar decisiones.

Para empezar, no hay que preocuparse por el coche. Una vez dejado atrás el pueblo de Tavira (de unos 26.000 habitantes), sus casas blancas y sus riquísimos bolos de nata, hay que deshacerse de él. Circular por la isla, que forma parte del parque natural de Ria Formosa, está prohibido y no hay una sola carretera. Nada provisto de ruedas (excepto bicicletas) puede atravesar la ría que separa el embarcadero de Quatro Aguas de la isla, que aparece justo enfrente. La desconexión comienza en el momento en que se pisa el viejo barco que conecta ambas orillas: una llena de tavirenses; la otra, de despreocupados veraneantes. Madera pintada hace años, olor a gasolina y diez minutos de traqueteo para pisar por fin la isla casi virgen.


Una vez olvidado el transporte, queda pensar en el alojamiento. Nada complicado: solo hay dos opciones. La primera, alquilar alguna de las pocas casitas. La otra, optar por el camping, la opción más popular entre los visitantes. Durante julio y agosto aparece atestado de familias y jóvenes -algunos establecen allí su residencia habitual entre mayo y septiembre, cuando el recinto está abierto-, pero en septiembre se convierte en un espacio mucho más practicable. El olor de los pinos, su sombra y el calor del sur puede hacer olvidar fácilmente la incomodidad de la esterilla. El precio (entre 9,50 y 12 euros por persona y noche), también.


Todo esto forma parte del encanto isleño. Aceptar lo que propone el espacio sin quejarse en una especie de estado zen turístico. A partir de este momento, el viajero solo tendrá que hacer frente a una decisión crucial: ¿cerveza Sagres o vino Casal Garcia?¿Arroz de marisco o cataplana de pescado? Este último plato, un guiso cocinado en una suerte de olla a presión típica de la zona. Aunque la oferta de restauración crece paulatinamente, cada vez menos desconocida para tristeza de los habituales, no hay que dejarse llevar por la modernidad. Frente a los bares a pie de playa, todo pizza precocinada y mojito barato, hay negocios que llevan décadas batallando con la arena, como el restaurante Pavilhao da Ilha o el bar Sunshine. Su permanencia evidencia que Tavira mantiene su esencia, por mucho que los deportes acuáticos y las fiestas en la playa arruinen por momentos -solo por momentos- la calma que ofrece el rincón portugués.



Pero aún falta el gran antídoto para curarse del estrés. Se trata de la playa; amplia, sin edificios, en la que cabe todo el mundo: aficionados a las tumbonas, nudistas o familias. No hace falta casi ni verse con el vecino, pues aparece una toalla cada 30 metros. Y el océano, al frente. Aguas que eliminan cualquier preocupación. Aquí no hace falta pensar demasiado. Ya lo hace Tavira por ti.

Y además...

Busca a Marinho, el vendedor de bolinhas, que pasea con su carro por la isla vendiendo estos dulces típicos; una especie de donuts sin agujero. Cuando Marinho aparece, significa que ha llegado el verano.

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