Turquía

Ölüdeniz Mugla

Si hacemos caso a su traducción exacta, Ölüdeniz quiere decir "mar muerto".

Pero no, no estamos en el mar Muerto, sino en el Egeo, que rinde honor al rey ateniense del mismo nombre que se arrojó desde lo alto de un promontorio a sus aguas al creer que Teseo, su hijo, había sido devorado por el Minotauro. Pero tampoco estamos en Grecia. Nuestros pasos nos han traído a Turquía, hasta su costa suroeste para ser exactos, a un pueblecito de la provincia de Mugla, a más de 600 kilómetros de Ankara, la capital, y a unos cuantos más aún de Estambul. La aldea en sí no es gran cosa. El motivo por el que cada vez más viajeros lo identifican en el mapa es por la fama de su playa, que de tan azul parece que no es real cuando se exhibe en las revistas de todo el mundo como uno de esos sitios que hay que ver, al menos, una vez en la vida. Y ya puestos a verla, ¿por qué no hacerlo desde las alturas? En Ölüdeniz es habitual que el cielo aparezca salpicado de colores. Son los colores —naranja, rojo fuego, amarillo chillón— de las velas de los aficionados al parapente, que hasta aquí se desplazan para vivir una experiencia única. La sensación de volar, elevarte por encima de la playa, dejar que el viento te envuelva y aterrizar, después, sobre la misma arena, blanca y tersa, resulta difícil de explicar con palabras. Quienes sufran de vértigo y no se atrevan a alzar el vuelo podrán disfrutar en tierra firme observando cómo lo hacen los más osados. Ellos forman, sin querer, también parte del paisaje.

Una laguna azul


La naturaleza ha sido generosa en Ölüdeniz, de cinco kilómetros de extensión, rodeada de montañas verdes repletas de senderos que se inician en la misma playa. Ya hemos explicado su nombre, así que sobra decir que sus aguas, cristalinas y fosforescentes, están siempre en calma, sumisas, tranquilas, como invitando a los bañistas a aventurarse mar adentro. Llegar hasta aquí no es complicado, aunque en verano la carretera que comunica Ölüdeniz con Fethiye, a unos 14 kilómetros, suele colapsarse bastante. Desde esta misma localidad parten miniautobuses diarios, que tienen parada en las inmediaciones de la playa, espacio natural protegido, por lo que hay que pagar para acceder a ella. Merece la pena, sin duda. Pero, como siempre en estos casos, cuanto antes lleguemos mucho mejor. Así podremos decidir dónde situarnos: en la playa de mar, propiamente dicha, o en la preciosa Laguna Azul, que se conecta con la primera a través de un angosto pasaje, un brazo completamente blanco en el mar quieto, entre pinos, arbustos y matorrales. ¡Cuidado! No estaremos solos: patos y gansos campan a sus anchas por tan espectacular entorno, vigilando, seguramente, que los demás sean tan respetuosos como ellos con el medio ambiente. La playa aquí es algo pedregosa, con gravilla brillante, que hace algo más difícil el caminar, pero, de verdad, ¿a alguien le puede importar? Sus aguas, templadas y poco profundas, aparecen siempre envueltas por ese aire limpio que huele al frescor proveniente de los bosques cercanos.

Desde la cumbre


Las hamacas que se extienden en la arena hacen presagiar algo inevitable: en la parte de atrás de la playa se reparten unos cuantos bares y restaurantes, que, si bien restan algo de encanto al lugar, ofrecen un servicio que hay que agradecer, ya que al no ser este un espacio público, de libre acceso, se hace obligado no alejarse demasiado para no tener que volver a pagar. Aunque si hasta este recóndito lugar de Turquía hemos llegado parece obligado plantearse conocer los alrededores. Por ejemplo, y sin ir más lejos, la montaña Babadag, en la cercana Fethiye, elegida por la mayor parte de quienes practican parapente como punto de partida de su odisea. Subir a la cima, a poco más de 1.900 metros de altitud, en vehículos todoterreno que serpentean por caminos poblados de cedros del Líbano, supone ya un derroche de adrenalina. Las vistas desde aquí son increíbles, por mucho que la Laguna Azul solo se intuya en la distancia desde la cumbre, que suele estar nevada hasta bien entrada la primavera. En la antigüedad, el monte Cragus, su elevación principal, era uno de los más importantes de Licia, una influyente región de Anatolia, como así lo demuestran las tumbas del 400 a.C. excavadas en las paredes rocosas de Fethiye. Aquí mismo, al norte de Ölüdeniz donde nos encontramos, podemos comenzar a recorrer la llamada Vía Licia, una de las rutas de senderismo más largas de Turquía, inaugurada en 1999, que se prolonga durante 500 kilómetros en un exigente trekking que pasa por localidades como Kalkan, Kas, Mira, Olympos, Cirali y Tekirova.

Un mundo de colores


Quienes sigan prefiriendo el Egeo a la montaña, deben saber que en las inmediaciones de Ölüdeniz hay otros arenales tentadores. A dos kilómetros, Kidrak y su playa Paradise aparecen solitaria. Por mar, a bordo de algunas de las muchas embarcaciones de recreo que surcan la costa, podremos llegar a la playa de las Mariposas, en el valle del mismo nombre, que si se llama así es porque aquí abunda la especie conocida como Jersey tiger, sobre todo entre los meses de junio y septiembre. Sus alas, de color atigrado, nada tienen que ver con las que extienden los parapentistas sobre la Laguna Azul, pero consiguen poner su particular nota de color, una más, a un mundo que aquí resulta imposible concebir en blanco y negro.

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