Los Cabos: de cómo volver a empezar

Tras el paso del huracán Odile, los cabeños descubrieron cosas que ni ellos sabían de sí mismos; hoy están más vivos que nunca.



Felipe acaba de regresar de la India. Vivió unos meses allá, y me cuenta de su viaje mientras llenamos los papeles para rentar el coche en el aeropuerto de San José del Cabo.

“Shiva está en todos lados. Él destruye para que Brahma pueda crear. No hay creación sin destrucción, es un ciclo por el que todo pasa”. No sé si me encanta el tema justo en este momento que acabamos de renunciar a unos cuantos seguros que la arrendadora discretamente quería añadir a nuestra cuenta.

Tomamos camino a la ciudad que en septiembre de 2014 vivió uno de los peores momentos de su historia, pero de la que hoy se hablan buenas cosas y queremos comprobarlo. De inicio todo pinta bien, el aeropuerto nuevecito, la carretera impecable y el solazo que uno busca cuando viene a este destino.

Al llegar a San José nos recibe una escultura de Sebastián en la glorieta de Fonatur. Algunos cabeños cuentan entre bromas que lo trágico fue que Odile no se la llevó. Justo enfrente está un McDonald’s al que, también de broma, ya bautizaron como monumento al huracán, porque se mantiene exactamente como quedó: sin ventanas ni muebles y con un pedazo de techo vencido.

Pero a partir de la siguiente esquina, aquí mismo en San José, donde empieza la Plaza Península, todo se ve como nuevo. Paramos para conocer un pequeño restaurante escondido en esta placita, llamado Blue Fish. No tiene ninguna gracia aparente, hasta que conoces a los dueños Poncho y Noemí, una pareja simpática y dedicada.

Poncho trabajó años en la cocina del One and Only y aplica los estándares del lujo extremo en todo lo que hace. Cada día va al puerto a conseguir los pescados y mariscos más frescos con los que prepara sus famosos sashimis y ceviches, que junto con sus tacos de camarón en tortilla de jícama, son los culpables de que el restaurante Blue Fish siempre esté lleno. En un mes se mudarán a un sitio más amplio en la plaza The Shoppes, en Palmilla.


Felipe (que, olvidé aclarar, es el fotógrafo de este artículo) me sigue contando del dios Shiva, el que más le apasionó del panteón hindú. Lo describe como un artista que destruye los obstáculos y el temor que engendran la ilusión y todo lo que crees que eres, te desnuda, te quita las máscaras. Su destrucción transforma la vida y la energía para el bien del mundo y de sus habitantes. Son más que metáforas de lo que ocurre a través de la destrucción.


Hace un año, Los Cabos era sólo palmeras tiradas y casas inundadas. Apenas habían pasado unas horas del huracán cuando algunos ya saqueaban sin piedad supermercados, y no sólo para conseguir víveres, cuentan que camionetas lujosas salían de los estacionamientos llenas de televisiones y refrigeradores. Muchos residentes buscaban escapar de Los Cabos; hubo quien esperó más de 18 horas en el aeropuerto para poder huir con sus hijos a Mazatlán, Guadalajara, o al DF.


Durante los días que tardó en restablecerse la energía eléctrica, por las noches, los vecinos, temerosos del crimen, restringían el acceso a las colonias; montaban guardias detrás de trincheras de palmas, muebles rotos y postes caídos. De un día para otro, el pacífico pueblito donde no pasaba nada mostraba una cara antes desconocida, de esas cenizas resurgiría.


En el Hotel Las Ventanas al Paraíso, nuestra primera parada, se perdieron las villas, los jardines, los muebles y los restaurantes. Y como en muchos hoteles, se decidió cambiar todo. Era una oportunidad de oro: acomodar las cosas de otra manera, hacer las modificaciones que se planeaban pero nunca había tiempo para hacer, cambiar los conceptos, los colores; tirar paredes, quitar los cuadros y los muebles que no gustaban. Total, ya estaba destruido.


El resultado no podría ser mejor. Hoy, en el Hotel Las Ventanas al Paraíso se siente frescura en cada espacio, cada sillón, cama, televisión, los platos, el menú del restaurante y el ánimo de la gente. Todos tienen una historia emocionante que contar después de Odile.


Nos quedamos una noche y cenamos un huachinango en su restaurante Sea Grill, donde cocinan a la parrilla o en horno de leña. El chef diseñó un soporte para cocinar el pescado verticalmente y así lo llevan a la mesa, con la piel dorada y crujiente y la carne en un punto perfecto, llena de sabor.


Al día siguiente nos internamos en la península, lejos de los hoteles y la costa; manejamos hasta el pueblito de Miraflores, una hora al norte de San José. El camino pasa por la Sierra de la Laguna, montañas verdes y repletas de flores gracias a las lluvias de las últimas semanas.


La ribera al pie de la sierra, conocida como Boca de la Sierra, es un punto de visita bastante desconocido, recurrido por muy escasos locales. El agua fresca, llena de pecesitos, corre transparente sobre piedras con un caudal que abarca unos 25 o 30 metros; este paisaje sorprendería a quienes tienen la idea de que Los Cabos es puro desierto. Un sitio tan pacífico y relajante que da para estar todo el día, o hasta que ataque el hambre, porque aquí no hay más que pitahayas silvestres.


A 18 kilómetros de Miraflores encontramos Santiago, otro pueblo que recibe las aguas que bajan de la sierra. Hay que tomar un tramo de terracería para llegar al Cañón de la Zorra, un área natural protegida, donde de entre rocas monumentales nace una cascada, y a lo largo de su camino se forman pozas de distintos tamaños.

Parece un balneario mandado a hacer, con pequeños jacuzzis, grandes albercas donde se puede nadar, profundas pozas de clavados y zonas de relajación para dormir entre piedras calientes. “Ahora entiendo a los lobos marinos”, dice Felipe luego de recostarse plácidamente sobre una roca de su tamaño, abrazándola.


Se gozaba de una tranquilidad como de spa hasta que llegó un grupo de angloparlantes a tomarse fotos y a masticar chicle. Bueno, no podía un lugar ser tan perfecto y además absolutamente desconocido; aquí llegan pequeños grupos y a veces se quedan en unas cabañas a la entrada de la zona. Por suerte, parten después de la obligada sesión de fotos y vuelve la calma.


Antes de que anocheciera partimos a Cabo San Lucas al resort Esperanza, donde nos hospedaríamos esta vez, así que nos despedimos del Cañón de la Zorra, un verdadero oasis (palabra que el 99 por ciento de mi vida había utilizado de manera figurada, y no para describir un sitio de vegetación y manantiales en medio de un desierto. Pocos lugares en el mundo merecen esta delicada distinción).


De Odile, todos los choyeros (nativos y por adopción) tienen historias emocionantes, heroicas, enorgullecedoras, vergonzosas, tristes y trágicas. “Nadie lo creyó hasta que ya era tarde”, una frase que se repite en la mayoría de ellas.


El huracán impactó la noche del 14 de septiembre, pero hasta esa mañana todavía se permitieron llegadas de vuelos, incluso cuando muchos hoteles ya estaban evacuando a sus huéspedes por tierra. Los autobuses llenos de extranjeros rodaron 30 horas (muchas de ellas bajo tormentas) hasta Tijuana y San Diego, de donde casi todos volaron de vuelta a sus casas. Sí, “casi todos”; ahí comienzan las historias casi heroicas. La propia destrucción inspiró a algunos para volver.


“Tuvimos huéspedes que, al enterarse cómo había quedado Los Cabos, regresaron al día o la semana siguiente a ayudar”, cuenta emocionado Héctor Hernández, gerente de ventas del resort Esperanza. “Estaban agradecidos con el destino, con la gente, no quisieron dejarnos solos”.

Héctor recuerda cómo ese día se tomaron decisiones tardías y equivocadas en todos los ámbitos, la información de protección civil no consiguió transmitir la gravedad de la tormenta y la gente la empeoró con su escepticismo, aún así la evacuación resultó exitosa.

En Esperanza se prepararon desde temprano para evacuar huéspedes y personal (Héctor ya había vivido un huracán antes, cuando trabajaba en Cancún) y a las seis de la tarde lograron cerrar la propiedad y partir a casa. “Perdimos casi por completo las habitaciones, así que renovamos todo, recurrimos a los mejores proveedores del país”.


Y se nota en toda la decoración, con sutiles toques de diseño mexicano que le recuerdan a los huéspedes dónde están. Su restaurante, Cocina del Mar, también fue renovado y ofrece a los comensales pescados y cortes de carne que pueden acompañarse con una buena selección de vinos y mezcales. El mejor momento para ir es la cena, ya que por la noche iluminan la espectacular barranca sobre la que está ubicada la propiedad.


Imperdible es otra de esas palabras que, como oasis o paraíso, la mayoría de las veces se usa a la ligera y se debe leer ya con cierta desconfianza. Debería estar reservada para los casos más extremos, situaciones en las que valdría hacer un viaje sólo para ver eso, de esas cosas que se tienen que hacer al menos una vez en la vida. Así es Cabo Pulmo. Tal vez esté entre los dos o tres mejores sitios para bucear del mundo.

No soy buzo, pero con el esnórquel me bastó para quedar embelesado con lo que se alcanza a ver. Una raya águila pasó debajo de mí, tal vez a tres metros o menos. Tienen el cuerpo en perfecta forma de rombo, son negras y moteadas, con cola larga en forma de látigo y parece que van volando.


Nadamos cerca de la costa, en uno de los arrecifes donde miles de peces de colores pasan tan cerca, que si acercas la mano puedes tocarlos (desde luego que no lo hicimos porque está prohibido). Luego del arrecife, la lancha navega unos 20 minutos mar adentro en busca de un gran cardumen; el guía, a ojo, identifica la silueta en el agua e indica hacia donde debemos nadar.


El grupo que encontramos era de decenas de miles, se veía como una masa lejana en movimiento y haciendo figuras, a unos 20 metros de profundidad. Mientras los seguíamos, una tortuga marina apareció, mucho más cercana a la superficie. Podría jurar que nos vimos a los ojos, y mientras yo casi escupí mi esnórquel de la emoción, ella pasó de largo, moviendo con pausa las aletas. Será que ve más humanos de lo que yo veo tortugas.


Seguimos luego con la lancha hasta la playa Los Arbolitos, en un sitio conocido como La Lobera, porque ahí descansan los lobos marinos y a veces se meten a nadar con los humanos, por pura curiosidad. De lejos vi cómo a Felipe se le acercó uno y dio unas vueltas frente a él.


Además de nosotros, en la lancha venían cuatro mujeres de Estados Unidos que estaban celebrando el cumpleaños de dos de ellas (unas gemelas, Becky y Ronda). Ronda había visitado Cabo Pulmo diez años antes y quiso traer a sus amigas al most freakin’ awesome place on Earth, según sus propias palabras. Sintió una gran tranquilidad al encontrar Cabo Pulmo idéntico a la última vez que vino, aunque teme que no se mantenga así por mucho más tiempo, al escuchar de tantos proyectos hoteleros que se avecinan, algunos de ellos planean instalarse cerca de aquí.


Nos quedamos con ganas de pasar la noche en este parque nacional, ya sea acampando o en alguno de los bungalows. Dicen que en Cabo Pulmo el cielo es casi igual de impresionante que lo que vimos en el mar.


Manejamos dos horas de regreso para cenar en SEARED, el restaurante estrella del One & Only Palmilla, donde el chef Sébastien Agnès nos presentó su vitrina de carnes, con una selección de los mejores cortes del mundo, desde rib eyes hasta carne Kobe certificada. Además de sus especialidades, claro, el pulpo y la cabrilla (un pescado local de aguas profundas, con una carne suave pero de gran consistencia). Ambos platos resultaron un verdadero espectáculo.


Esta propiedad, de tipo hacienda mexicana —con capilla incluida— también resultó gravemente dañada por Odile y, aunque fue renovada por completo, no dejó el estilo que siempre la ha caracterizado.


Uno de los cambios más fuertes ocurrió en el restaurante Agua, del chef Larbi Dahrouch (donde desayunamos al día siguiente), que quedó con mucho mejor vista a la playa y muy abierto, con grandes ventanales de piso a techo y aire que fluye por todos los espacios. Larbi, como buen marroquí, nos preparó un tajine de camarón, con un generoso toque de especias.

Le preguntamos por Poncho, del Blue Fish, y todavía lo recuerda con cariño como un dedicado cocinero. Luego de un guacamole y un ceviche, salimos a recorrer el centro de San José, que de acá queda a 10 minutos.


San José se siente auténtico, algo que me gusta de entrada. Unos niños de secundaria jugaban basquetbol aun bajo el solazo de las dos de la tarde. A la orilla de la cancha, el hermano menor de uno de los jugadores me cuenta sus recuerdos del huracán.


Esa noche su papá partió un coco en dos y le puso en la cabeza una mitad a él y la otra a su hermano. Se los ató con una cuerda y así fue como tuvieron unos buenos cascos antihuracanes. Corrieron de un cuarto a otro hasta que terminaron encerrados en el baño; nunca tuvo miedo y todavía conserva su casco.


A unas cuadras de la cancha se encuentra uno de los lugares más de moda en todo Los Cabos, La Lupita Taco y Mezcal, de la chef Pía Quintana y el apasionado del mezcal David Camhi. Al hablar del mezcal, David se emociona mucho, explica a sus clientes el proceso mezcalero y algunas de las historias de sus plantas de agave favoritas, como la del tepextate, que requiere unos 25 años de maduración.

Nos sirvió tres variedades en jícaras oaxaqueñas, junto con naranja y sal de gusano. “Al mezcal hay que darle besitos”, explica David. Y así, de a poquito, terminamos con un espadín, un tobalá y el famoso tepextate. Para comer, optamos por unos tacos de cerdo braseado, unos chapulines y una cacerolita de queso con chorizo.


La Lupita no existía antes de Odile. El local estaba destrozado y abandonado cuando David lo encontró y se animó a rehabilitarlo, asociado con Pía. Es parte de la ola de creación que quedó al paso del huracán; no lleva ni un año abierto y ya pasa por su mejor momento: fue el restaurante que más nos recomendaron hoteleros y gastrónomos.


El otro lugar del que todo mundo habla en Los Cabos es Flora Farms, tanto de la granja orgánica como del restaurante, así que había que ir. Se ubica al otro lado del estero San José, cerca de la zona de desarrollos nuevos conocida como Puerto Los Cabos, que en el mapa se ve lejos del centro pero máximo está a diez minutos en coche.


Flora Farms es un lugar estéticamente perfecto. Es un punto medio entre diseño cool pero rústico y acogedor. Hay dos boutiques de ropa y accesorios a la entrada, luego está el restaurante y detrás los sembradíos, de donde salen las verduras tanto para la comida como para un minimercadito que se arma aquí mismo; se venden jitomates, aguacates, cebollas, papas, kale, lechugas, acelgas, romero, salvia, okra y no sé cuántas más hierbas y flores. Cualquiera se vuelve foodie y apasionado de los ingredientes con un huerto así.


Una pizza de tocino, el pork chop (con cerdos que crían en una sede cercana), las margaritas de zanahoria; todo tiene sabores que llenan el paladar y además se sienten saludables. Para el postre, la estrella es el cupcake de canela con caramelo y granos de sal de mar.


Comemos aquí con Ceci Escribano, que lleva las relaciones públicas tanto de Flora Farms como de las Ventanas al Paraíso, y nos cuenta su historia más emotiva del huracán, el arribo de los más de 100 camiones de la CFE que tenían la misión de restablecer la electricidad, ya que cerca del 90 por ciento de los postes cayeron el día de Odile.


“El trabajo de la compañía es algo de lo que se habla hasta la fecha, una cosa de locos. No sé qué récords habrán roto, pero trabajaban de día y de noche y en menos de dos semanas ya casi habían terminado. Muchos salimos a despedir a la caravana, los técnicos se fueron entre aplausos y lágrimas, como verdaderos héroes”, recuerda Ceci.


Ceci lleva casi diez años en Los Cabos, y aunque al principio no le encantaba, ahora no podría vivir en otro sitio. Se la pasa surfeando con su hija, disfrutando del sol y de la playa mientras su esposo hace kitesurfing. De esas vidas de ensueño. Luego de pasear por el jardín de margaritas y escuchar a la banda de jazz que se presenta aquí varias veces a la semana, partimos al Hotel Thompson, en Cabo San Lucas, donde dormiremos hoy.


El Hotel Thompson es otra de las novedades post-Odile. Cuando pasó el huracán aquí se destruyó muy poco, ya que, por suerte, en esas épocas el hotel seguía en construcción. Hoy es la sensación entre los mexicanos, con uno de los porcentajes más altos de ocupación, casi 20 por ciento del hotel se llega a ocupar por paisanos, cuenta Adriana Silva, gerente de Relaciones Públicas, lo cual sobrepasa a otros hoteles en el sector de lujo.


Definitivamente es el que tiene el look más moderno de los que visitamos. Es un edificio con dos torres, todas las habitaciones tienen vista al mar y al famoso arco de Cabo San Lucas. Es sencillo, minimalista y de un lujo elegante.


En el restaurante Manta, de Enrique Olvera, predomina el color negro, las líneas rectas y la sobriedad. En toda la propiedad se nota un cuidado del diseño, se aprecia la curaduría en cada mueble, lámpara y trazo. Deseábamos pasar más tiempo en la espectacular alberca, pero el mar nos llamó y tuvimos que partir.


Además del día que hicimos esnórquel en Cabo Pulmo, no habíamos pasado otro momento en la playa, así que ahí decidimos pasar nuestras últimas horas antes de partir al aeropuerto. Nos dirigimos a la playa de Costa Azul y encontramos unos surfers cabeños que viajaban en un vocho con llantas y suspensión a prueba de todo.


Nosotros en el Tiida rentado tuvimos que estacionarnos lejos, pero ellos estaban casi en el mar, jugando con su perrita Güera. Los dos trabajan en hoteles, uno es cocinero y el otro bartender, pero cuando hay olas no pueden perderse una mañana de surf. Son amigos desde los ocho años (tienen más o menos 30) y desde entonces no dejan de venir a la playa; una tradición que se mantiene y que ni el huracán pudo destruir.


Odile revivió Los Cabos de una forma que nadie hubiera imaginado. Lo sacudió y lo embelleció; su destrucción limpió el lienzo que permitió esta nueva pintura, de colores nuevos y pinceladas de energía y creatividad. Tanto así que, si se lo hubiera propuesto, ni al propio Shiva le habría salido tan perfecto.
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