Francia

La isla de Re

Varias islas y escolleras defienden bien la fachada atlántica de esta parte de Francia.

Pero ninguna tan especial como la isla de Re. Un mundo aparte. No es una geografía especialmente valiosa para la estrategia militar; de hecho, se trata de varios islotes calcáreos, que se han ido soldando.

Pero es medianamente grande (casi como Menorca) y se halla justo delante de La Rochelle, como un escudo o barbacana. Claro está, las tortas que se daban ingleses y galos solían parar en la cara de la isla; así que Colbert primero y más tarde Vauban vieron la manera de protegerla, fortificando el puerto de St. Martin de Re y levantando una de esas típicas ciudadelas en estrella, con fosos y revellines, de manual, vamos. Pero la isla de Re, más que por asedios y batallas, se ha hecho célebre por haberse convertido en refugio de famosos. Hasta hace poco, el acceso era difícil, pero dada su proximidad a la costa, no hubo mayores problemas en tender un puente. O sí los hubo, porque los de dentro, los isleños, querían el puente, pero los de fuera, los famosos que iban de veraneo y buscaban anonimato, se oponían. El puente está, y para contentar a las dos partes, los terceros invasores tienen que pagar un fuerte peaje. Por otro lado, hay que decir que las celebridades que recalan en la isla son célebres' en Francia; para los ciudadanos del mundo, el veraneante más conocido es un político, Lionel Jospin 'aunque es verdad que alguna vez estuvo por allí Charles Aznavour'.

El ombligo de la isla de Re es, sin duda, el puerto de St. Martin de Re. Una especie de St.Tropez en miniatura. Sobre todo en verano: de los 15.000 isleños escasos que aguantan los nublos y ventarrones del invierno pasan a más de 200.000 en los meses estivales. Ni que decir tiene que allí se vive del turismo de Martin como plagas de langosta, en cualquier dirección. Y la animación perpetua en las terrazas hace imaginar que se esté celebrando una fiesta permanente.

Basta caminar unos pasos, adentrarse por las callejas que ascienden desde el puerto hasta la iglesia, y ahí aflora la otra cara de la isla. La calma sólo es rota por el silbido del viento que casi nunca deja de bufar. Por culpa del viento las casas son elementales, sin aditamentos, muros encalados sin más coquetería que el verde o azul de los postigos, y los liños de malvas reales que crecen espontáneas en las aceras. La llaman 'la isla blanca', y pese a su extrema simplicidad constructiva, algo tienen de mágico y misterioso esas calles cubistas, desiertas, flanqueadas por tallos salvajes.

No hay muchos pueblos en la isla de Re, y todos se parecen mucho. Blancos, silenciosos, con bicis aparcadas en cada puerta. El paisaje de la isla es tan simple como su arquitectura; algún sembrado (sacan unas patatas menudas, amandines , que tienen denominación de origen), algún bosquete de pinos, algunas viñas. Aparte de vino, hacen una cerveza ( blanche de Re ) cuya gracia consiste en que emplean agua de mar. Hay una zona de salinas, y dado lo fácil que es engatusar a los turistas, aquello se ha formalizado como un ecomuseo concurrido. Otra cosa distinta son las playas. Algunos arenales son magníficos, desahogados. En otras orillas propicias abundan los mariscadores solitarios, en busca de navajas y moluscos. Y según esté de chulo el viento, puede que se vean surfistas y parapentes. Con todo, la isla de Re sigue teniendo mucho de escondrijo, de lugar especial para gente especial.

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