Tan solo escuchar el nombre de la Selva Lacandona evoca imágenes de un mundo verde y lleno de vida.
Visitarla es una experiencia que se queda en la memoria por el resto de la vida. Mucho de ella se ha perdido y mucho sigue en peligro de desaparecer, pero aun hay esperanza de logara que se recupere y subsista.
Después de permanecer en Palenque tomamos un transporte que nos llevó por una carretera que baja bordeando la frontera con Guatemala. A medio camino entre Palenque y nuestro destino, paramos en la zona arqueológica de Bonampak. Ahí la selva ya se manifiesta como una gran alfombra de copos verdes que todo lo cubre.
Algunos lacandones cuidan celosamente de Bonampak y sus hermosos frescos mayas, que se encuentran entre los pocos que han sobrevivido el paso del tiempo. También los lacandones son escasos: su número se estima entre 600 y mil. Pero no son ellos los únicos habitantes del denso bosque que lleva su nombre; en él existen otras comunidades, como los choles y tzeltales, que suman aproximadamente unos 40 mil individuos, así como otras de menor número: tzoltziles, tojolabales, cakchiqueles y cholti.
Después de un largo camino, el autobús se detiene en la ribera oriental del río Lacanjá, donde los asentamientos humanos han deforestado la selva, dejando grandes áreas sin árboles, principalmente dedicadas a la agricultura y la ganadería. Del otro lado,
los árboles crecen uno junto al otro en cerrada formación, creando una densa maraña de vegetación que se alza hasta las altas copas frondosas.
Los barqueros esperan en la orilla para llevarnos a la estación de investigación Chajul apoyada por la Ford Motor Company/México, entre otros. El corto trayecto sobre el amplio río es inspirador. El
Lacanjá muestra su fuerza con un poderoso caudal que proviene de la selva y de sus montañas, representa más de un tercio del total del agua del país y hace posible la generación del 56 por ciento de la energía eléctrica de México.
Por la tarde arribamos al centro de investigación enclavado en un pequeño claro entre los enormes arboles tropicales. Algunos científicos mexicanos se dedican a mantener la estación funcionando y a efectuar una estrecha vigilancia de conservación sobre la reserva ecológica de Montes Azules. La estación también sirve para que científicos del resto del mundo vengan a estudiar la selva.
Murmullos en la oscuridad
La noche cayó y en la total oscuridad de este apartado sitio, la vida se hizo patente con un millar de sonidos distintos. En mis sueños, el rumor que producen quedó en la lejanía como un distante murmullo que arrulla.
A la mañana siguiente, el ruido era ensordecedor. Desperté pensando que alguien había encendido un generador de electricidad de gasolina, pero al salir de mi habitación supe que el tremendo estrépito era producido por las ranas en celo.
Durante el desayuno comprobé que la compañía de la selva puede a veces ser muy cercana, pues tuve que defender mis alimentos de la Mapacha, un coatí semidomesticado que vive en la estación. Pero el día esperaba y no podíamos quedarnos a jugar con la fauna local, así que nos preparamos para incursionar un poco en la selva.
Megadiversidad
Con estrictas instrucciones de no separarnos del grupo, nos adentramos unos cuantos pasos en la espesura. Para sorpresa mía, al voltear ya no era posible ver el área despejada de la estación.
Caminar por la vereda se convirtió en un descubrimiento constante de especies vegetales que crecen en la más compleja de las relaciones biológicas del planeta. Tan sólo en la Reserva Nacional de los Montes Azules, la flora y fauna representan el 20 por ciento de la diversidad biológica del país. Esto es enorme si consideramos que México es uno de los pocos países del mundo considerados mega diversos por la variedad y riqueza de sus ecosistemas.
Durante la caminata comprobamos que el suelo de la selva está repleto de insectos. Como no es conveniente apoyarse en los árboles, porque en uno solo de ellos pueden vivir cientos de especies de insectos y unas 20 especies de orquídeas y hongos, pronto nos sentimos agotados.
Uno de los mejores momentos de la caminata fue cuando contemplamos una auténtica planta de cacao. El de la Selva Lacandona es el original y uno de los de mejor calidad a escala mundial. Se puede decir que es un cacao gourmet y se cotiza en los mercados internacionales a $160 pesos el kilo.
Un espectáculo singular
Al cabo de unas horas salimos de la selva. Aunque no vimos a ninguno de sus grandes animales, como armadillos, tepezcuintles o tapires, encontramos sapos y ranas de varios tipos, así como murciélagos e insectos que se confunden con las hojas. En los alrededores de la estación, las hermosas guacamayas nos dieron todo un espectáculo con sus fulgurantes colores rojos, verdes y azules. También contémplanos algunos monos araña que se desligaban de las ramas más altas de los árboles, y saraguatos que rugían al tardecer como si se tratase de enormes jaguares.
ALGUNOS CIENTÍFICOS SE DEDICAN AMANTENER EL CENTRO DE INVESTIGACIÓN FUNCIONANDO Y A VIGILAR LA CONSERVACIÓN DE LA RESERVA ECOLÓGICA DE MONTES AZULES.
La última selva
La historia de la Selva Lacandona es compleja. Los lacandones, a quienes se ya conocía como canabes, llegaron a estas tierras provenientes del sur de Quintana Roo; los choles llegaron de Tabasco y los tzeltales de los Altos de Chiapas. La zona fue explotada primero
por españoles y holandeses, y luego por la industria chiclera hasta los años sesenta. En los setenta hizo su aparición la ganadería y con ella la deforestación masiva. En los últimos años se han hecho grandes esfuerzos por conservar la Lacandonia, último bastión intacto de selva en México. Pero su futuro y conservación dependen enteramente de nosotros.