Nuevo gobierno laico y la Constitución más avanzada del mundo musulmán.
Túnez, el país en el que se inició la 'primavera árabe', arranca su andadura democrática permitiendo al viajero asomarse al primer éxito de las revoluciones que hace tres años se propagaron por la región, amén claro de a sus alicientes de siempre: playas, desierto, ruinas romanas y la exótica y generosa cultura del sur del Mediterráneo.
La Revolución de los Jazmines, el primero de los alzamientos ciudadanos que a partir de 2011 se irían encadenando por el Magreb y Oriente Medio, acabó con los 23 años de dictadura del presidente Ben Ali. Un régimen férreo que, sin embargo, de forma no muy distinta a la España de los 60, podía pasar inadvertido para los turistas que, verano tras otro, volvían a tomar sol y copas en la costa tunecina, a recalar por sus centros de talasoterapia 'es el segundo destino mundial tras Francia' o a empaparse del exotismo de los oasis del desierto. Tras los inevitables pasos adelante y atrás de toda transición, Túnez estrenó hace pocos meses un nuevo gobierno laico, así como la Constitución más avanzada del ámbito musulmán, que garantiza la libertad de conciencia y culto, así como la igualdad absoluta entre hombres y mujeres. De siempre éste había sido el país más occidentalizado de la zona y quizá el más fácil para iniciarse en el mundo árabe gracias a su permisividad 'al menos de cara a los extranjeros' y a la buena calidad a precios moderados de sus servicios. Los siete millones y medio de turistas que visitaron Túnez el año anterior a la revolución no distan ya mucho de los algo más de seis millones que, según cifras oficiales, volvieron a hacerlo en 2013. Británicos, alemanes e italianos lo eligen con normalidad una vez regresadas las aguas a su cauce. El mercado español todavía se resiste, a pesar de que la seguridad no ha sido aquí nunca un problema para el viajero y los alicientes de Túnez, apenas a dos horas de avión, son los de siempre, con el añadido de poder conocer hoy a una población más libre e ilusionada de cara al futuro y que, en gran medida, depende para salir adelante de ese turismo que desde hace décadas ha sido una de sus principales fuentes de ingresos.
El Mediterráneo de la otra orilla
Por su posición en el meollo del Mediterráneo, los tunecinos llevan siglos aprendiendo a recibir al extranjero y a asimilar de él lo que les es útil. Aunque los cristianos quedaran al norte y los musulmanes al sur, el alma del Mare Nostrum empapa sus dos orillas a través de una arquitectura, una tradición, una música, una cocina y hasta un sentido del humor muy parecidos, a pesar de lo jugoso de las diferencias. Desde Tabarka, la primera ciudad de su litoral, hasta Zarzis, en el extremo opuesto, se desparraman paisajes y pueblos que encierran el tarro de las esencias del Mediterráneo tanto como las costas de Italia, Grecia o España.
Con pocas excepciones, la capital, Túnez, oficia como puerta de entrada a esta nación de diez millones de almas que, habitada originariamente por tribus bebereres, fue enriqueciéndose a lo largo del tiempo con el legado monumental y los saberes de fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos y, por supuesto, los árabes, hoy su grupo mayoritario. Reza el Corán que el huésped es un enviado de Dios, y como tal, merece la más generosa de las acogidas. Cuanto más se aleje uno de los destinos turísticos, más fácil será comprobar que la tan manida hospitalidad de sus gentes no se queda en el tópico. La invitación a un vaso de té y la entrega de un ramillete de jazmín o azahar se traduce en este país, fácil y amable, en el más cariñoso gesto de bienvenida.
La ciudad vieja y la nueva de la capital de Túnez quedan perfectamente demarcadas por el gran arco de piedra de la Puerta del Mar. A un lado, el laberinto de callejas de la medina, las mercaderías de los zocos en los que entrenarse en el arte del regateo 'nunca demasiado insistente en Túnez, y menos en la capital' y el olor a fritanga de los pastelillos de dátil y miel que revolotea por este entramado de planta medieval salpicado de medersas, palacios, hammams y mezquitas sobre las que preside la de Ez-Zitouna, levantada por los omeyas y reconstruida por los emires aglabíes. Del otro lado quedan los kioscos de periódicos y flores de esa auténtica rambla que es la Avenue 7 Novembre, la arteria esencial de la ciudad moderna, así como los barrios coloniales que alojaron a los franceses hasta el fin del protectorado en el 56, las tiendas a la occidental en las que hacer el mayor de los ridículos intentando negociar el precio o escenas cotidianas siempre sorprendentes, como espiar a una pareja haciéndose castos arrumacos en un café o ver pasar del brazo a una señora envuelta en el tradicional sifsari junto a una jovencita embutida en sus vaqueros y pintada como una puerta.
Muy cerca de la capital se desperdiga un reguero de enclaves deliciosos que arranca en el puerto de La Goulette y sus imperdibles restaurantes de pescado al atardecer, prosigue por el más aristocrático de La Marsa y, con parada obligada en las ruinas de Cartago y la fantástica colección de mosaicos romanos del Museo del Bardo, culmina en Sidi Bou Said, Sidibou para los incondicionales. Este pueblito aupado sobre la bahía, con sus caserones encalados y sus portones celeste, su Café des Nattes y sus terrazas y tapias adornadas de jazmines, es la indiscutible niña bonita de la zona.
Playas internacionales
Bien al norte de los 1.300 kilómetros de litoral tunecino, a las playas de Bizerta se arriman solo los muy conocedores del país. Este puerto de los piratas de la Berbería, a caballo entre las murallas de la alcazaba y la villa colonial, es todavía un pequeño secreto sin apenas hoteles ni aglomeraciones. Más allá todavía, en dirección a Tabarka, el relieve se encrespa en verdes montañas por las que pastan los rebaños, vigilados por las campesinas enfundadas en sus mehlias de colores, antes de descollar en una de las estaciones balnearias preferidas de los tunecinos. Los extranjeros, sin embargo, son los que predominan por las mucho más conocidas y urbanizadas playas de la costa oriental.
Entre palmeras y campos de olivos se va hilvanando junto al mar la más modesta y familiar Nabeul, más famosa por su alfarería que por sus playas, casi al lado de Hammamet, apenas una bucólica aldea de pescadores cuando recalaron por ella Paul Klee, Giacometti, Jean Cocteau o André Gide, y hoy una de las favoritas de la costa. El ambiente bullanguero del verano en sus terrazas, restaurantes y resorts de todas las estrellas no ha podido del todo con el encanto de su vieja medina, inevitablemente turística y copada en parte de tiendas, sí, aunque buscándole las vueltas podrá todavía encontrársele algo del sabor que encandiló a los artistas que en los años 20 le hablaron de ella al mundo.
Al otro extremo del golfo de Hammamet se levanta Sousse, la Hadrumetum romana, que aúna su condición de gran ciudad cultural, económica y turística. La zona hotelera, volcada sobre el mar, da la espalda a la medina, una de las más grandes y mejor conservadas del país, dejando al norte Port el Kantaoui, con sus yates, sus campos de golf y sus hoteles exclusivos, y, al sur, la de nuevo más tranquila Monastir.
Ruinas y desierto
Salvo por el exotismo de las compras, las excursiones posibles y una cocina diferente y deliciosa, las zonas playeras anteriores vienen a ofrecer el mismo sol, mar y hoteles que casi cualquier destino al uso de la costa española. La sureña isla de Djerba, sin embargo, sí atesora un carácter muy distinto, con una zona hotelera bien acotada y el resto de sus llanísimas geografías alfombradas de palmerales y caserones blancos conocidos como menzeles, casi del todo virgen.
Para quienes busquen algo más que sol y playa quedan también ciudades tan auténticas como la santa Kairouan o el festín de ruinas romanas que sirve en muy buen estado el interior del país: el anfiteatro de El Jem, el cuarto en tamaño del mundo, el larguísimo acueducto de Zaghouan o los emocionantes yacimientos de Dougga, Bulla Regia, Thuburbo Majus y Sbeitla. Pero, sobre todo, para ellos queda el desierto. Nada menos que 90.000 kilómetros cuadrados 'algo así como la mitad del país' se cubren de llanuras requemadas a partir de la ciudad de Gafsa, para más adelante tornarse en palmerales y dunas, en pueblos excavados bajo tierra como Matmata o como Chenini y Douiret, disimulados entre lo alto de los riscos para proteger de los invasores a los bereberes que los habitaban y habitan aún hoy y que guardaban sus cosechas en graneros de hechuras extrañas como los que siguen en pie por Tataouine o Ouled Sultane. Por estos territorios despuntan también los oasis de montaña de Chebika, Tamerza y Midés, las arenas que cercan el poblado sahariano de Douz, los lagos salados por los que, cristalizada su superficie, sobrevuelan los espejismos, y los embrujadores oasis de Nefta y Tozeur, la capital del Jerid, el país de las palmeras, árboles emblemáticos que arrojan sus dátiles hacia finales del año, dando lugar a un puñado de festivales donde se ensalza la tradición beduina. Es el Gran Sur de Túnez, un universo donde valores en vías de extinción, como la hospitalidad, el honor y la palabra, siguen vigentes como antaño. Bienvenidos, de nuevo, al oasis de Túnez.
Un país repleto de citas culturales y de folclore
Playa y desierto son sus reclamos más evidentes. Sin embargo, Túnez atesora también un vastísimo patrimonio cultural. Prueba de ello es el hilván de ruinas romanas que siembra su interior: el coliseo de El Jem; los foros, templos y teatros de Dougga, Sbeitla, Thuburbo Majus y Bulla Regia; lo que quedó de Cartago y las excepcionales colecciones de mosaicos del Museo del Bardo y el de Sousse. Igualmente los eventos que por todo el país se organizan a lo largo del calendario propician citas culturales de lo más dispar. Desde el veterano Festival Internacional de Cartago, que en julio y agosto sube a su escenario tanto a artistas locales como a grandes del jazz, hasta los coloristas encuentros folclóricos que ensalzan las tradiciones beduinas del sur, como el Festival del Sáhara, en Douz; el de los Oasis, en Tozeur, Y el de los Ksour, en Tataouine, en los que presenciar carreras de camellos y desfiles en trajes regionales, así como la música y los bailes que acompañan a los grandes momentos de la sociedad tunecina tradicional, como los nacimientos y las bodas.