Rapa Nui o “Tepito Ote Henua” (“Ombligo del Mundo”), como la llamaban sus antiguos habitantes, es la isla habitada más remota del planeta.
No hay otra porción de tierra en el mundo tan aislada en el mar y esa misma condición le otorga un aura de fascinante misterio.
Es un Parque Nacional, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco, y que tiene de todo y para todos: playas con arenas de color rosa, como la de Ovahe, o de encanto paradisíaco como la de Anakena, volcanes y praderas para recorrer a pie o a caballo, flora y fauna marina para descubrir buceando, cavernas para recorrer en silencio, y moais que fueron testigos del auge y la caída de una sociedad estratificada y compleja.
Se estima que los primeros habitantes de Rapa Nui llegaron desde las Islas Marquesas en el siglo VI y que durante más de mil años no tuvieron contacto con el exterior. Eso hasta que el domingo de Pascua de 1722 fue descubierta para el mundo occidental por el navegante holandés Jakob Roggeveen, quien describió a los rapanui como “un sutil pueblo de mujeres hermosas y hombres amables”.
En la isla se desarrolló una cultura compleja, que tras su apogeo cayó en la escasez de alimentos y las consecuentes luchas tribales. El espíritu de esta cultura sigue vivo en sus habitantes, su lengua, sus vestimentas, su música, sus bailes, su artesanía y sus comidas. Cada mes de febrero, la vuelta a las raíces alcanza su punto máximo en la Tapati, una fiesta de dos semanas cuyo corazón son las tradiciones y donde los rapanui se pintan el cuerpo como lo hacían sus ancestros, compiten en pruebas asombrosas, cantan, bailan y eligen a su reina.
El resto del año el encanto de la isla no disminuye. Su clima es permanentemente cálido, su infraestructura turística y de servicios mejora sostenidamente y la tranquilidad y belleza del entorno, junto a la gracia de sus habitantes, hacen que uno quiera volver siempre.