Las playas uruguayas están de moda.
Algunas resultan tan internacionales como las de Punta del Este, otras se mantienen prácticamente salvajes e incógnitas, como las de las costas de Rocha. Pero todas, en conjunto, empiezan a ser definidas como “la joya escondida” de América Latina, lo que significa que se encuentran en uno de los mejores momentos para disfrutarlas.
Gracias al éxito turístico que está manteniendo a pesar de la crisis internacional, la República Oriental de Uruguay, el segundo país más pequeño de Sudamérica, recibe cada año casi tantos visitantes como habitantes tiene. Concretamente, unos dos millones ochocientos mil turistas –la mayoría procedentes de sus vecinos Argentina y Brasil– para una población de poco más de tres millones. Durante los últimos años Uruguay ha desarrollado sus máximos atractivos, promoviendo fuertes inversiones en materia de vinos y carnes de calidad, y potenciando las conexiones aéreas con Europa. Montevideo y Punta del Este han convertido sus puertos en parada obligada de los grandes cruceros
La revista británica The Economist, que acaba de nombrarlo País del año, lo considera un lugar seguro y con buena imagen, modesto pero audaz, simpático, alegre, liberal y amante de la diversión. Además, es la única nación sudamericana situada íntegramente en la zona templada por el anticiclón semipermanente del Atlántico, con paisajes muy verdes y un clima suavizado por cálidas y húmedas masas de aire tropical.
Colonia del Sacramento y Montevideo
Con una oferta amplia y variada, las playas constituyen el principal foco turístico de Uruguay. Sus dos ciudades más importantes nos sirven de contrapunto a cualquier incursión por el litoral. La más antigua, Colonia del Sacramento, fue fundada por los portugueses a finales del siglo XVII, cuando, recién independizados de la corona española, decidieron competir directamente con Buenos Aires, entonces española, estableciéndose justo enfrente, en el fondo del golfo del Río de la Plata. Patrimonio Mundial de la Humanidad desde 1995, su casco histórico conserva todavía parte de la muralla de la ciudadela, un faro encajado en las ruinas de un convento, varios edificios del siglo XVIII convertidos en museos, hoteles, restaurantes, tiendas de artesanía y antigüedades. Sus nostálgicas callejuelas empedradas de guijarros, como la de Los Suspiros, son absolutamente fotogénicas.
Tras cien años de lucha contra los portugueses, los españoles optaron finalmente por levantar una nueva ciudadela en aquella misma orilla del Río de la Plata, pero unos 180 kilómetros más lejos, hacia el exterior del golfo, y así fue cómo a finales del siglo XVIII fundaron Montevideo. Pero en este caso la ciudad creció tanto y tan deprisa, que apenas se ha conservado en la que hoy es la capital de Uruguay el sabor de aquellos primeros tiempos coloniales. Montevideo es una de esas ciudades eclécticas que hay que pasear sin desfallecer en busca de sus edificios más emblemáticos. El casco histórico, que ocupa, como en Colonia del Sacramento, una pequeña península situada junto a una bahía, creció en dos fases: la Ciudad Vieja y la Nueva, ambas colonizadas hoy por una arquitectura fundamentalmente decimonónica, de estilo europeo. El imparable crecimiento urbano de Colonia del Sacramento y de Montevideo fue integrando en sus costados varias playas de arena blanca y aguas en parte fluviales, muchas de las cuales, por encarar directamente el poniente, brindan espectaculares puestas de sol.
Más allá, al oeste de Montevideo el área vacacional por tradición de la clase media uruguaya conocida como la Costa de Oro se ha convertido, gracias a la Ruta Interbalnearia que la conecta con la capital, en destino favorito de los fines de semana de los montevideanos. Perteneciente al departamento contiguo de Canelones, esta orilla del Río de la Plata mezcla apacibles playas con agrestes paisajes y zonas urbanizadas entre las que destaca Atlántida, la ciudad de legendario nombre que ha concentrado la mayor oferta cultural, comercial y de ocio de este tramo del litoral.
Naturaleza Atlántica
En la otra punta del país, las playas más alejadas de la capital han sido, precisamente por ello, las que han conservado el aspecto más paradisiaco de todas, entendiéndose en este caso lo de paradisiaco en el sentido de edén primigenio. Con sus 200 kilómetros de costa atlántica, el departamento de Rocha –cuyo extremo lindante con Brasil se haya a unos 350 kilómetros de Montevideo– esconde las playas más secretas y desconocidas de Sudamérica, muchas de ellas envueltas en zonas de naturaleza protegida. Su impactante belleza unida a una infraestructura incipiente consiguen el milagro turístico al que aspiran quienes buscan algo diferente y aún intacto. Y como suele ocurrir en estos casos, con el característico toque hippy –ya más bien neohippy– que parece pronosticar una próxima colonización. La movida juvenil uruguaya ha detectado rápidamente este litoral, muy apreciado por quienes anhelan grandes dosis de naturaleza virgen y la maravilla de una gastronomía recién extraída del mar. Los pescadores de Punta del Diablo exponen sus capturas en la misma playa, entre veraneantes curiosos y ágiles surferos, frente a una hilera de diminutas casas vacacionales pintadas de vivos colores y con ventanales abiertos al mar. Más al sur se encuentra Cabo Polonio, un pueblecito pesquero inserto en un Parque Nacional y ajeno a la electricidad, al que solo se puede llegar por caminos de herradura en carro, a caballo, o contratando los servicios de los únicos camiones todoterreno que están autorizados a circular por el área.
Lobos marinos
Cabo Polonio se fundó a finales del siglo XIX para explotar las colonias de lobos marinos que venían a descansar a sus rocas costeras. La caza se prohibió en 1991, cuando el futuro de la especie peligraba, y por una de esas ironías del destino los lobos marinos han terminado por convertirse en su principal atractivo turístico. Acercarse a verlos de cerca, tendidos sobre las rocas, contemplar las espectaculares puestas de sol, o esas noches estrelladas sin mayor competencia que la luz de su emblemático faro de 1881 hacen que muchos consideren a Cabo Polonio como el balneario más lindo de Rocha.
Aún más al sur nos espera el encanto de las casitas rurales de Barra de Valizas, desperdigadas frente a la playa junto a la desembocadura de un río, y la paz de los diez kilómetros de playa que unen La Pedrera, un pequeño asentamiento situado junto a la Reserva Natural de Punta Rubia, con La Paloma, apacible localidad emplazada frente a una bahía, a cuyas espaldas se ha construido el mayor puerto del departamento.
Situado entre el departamento de Rocha y la anteriormente mencionada Costa de Oro, el departamento de Maldonado es el que integra las playas más renombradas de todo el litoral uruguayo. Aquí la cosa cambia. El espíritu bohemio se vuelve sofisticado y exclusivo. Incluso el paisaje es distinto, complicándose con una variada gama de puntas rocosas, verdes cerros, pronunciados acantilados y suaves bahías con húmedos bancos de arena que aquí llaman barras. La influencia del Río de la Plata, cuyas aguas fluviales se revuelven frente a estas costas, en su encuentro con el oleaje del océano agitado, ha creado playas de arena blanca que se entremezclan con otras de cantos rodados. El resultado es un mar azul intenso y brillante que se tiñe de rojos encendidos y reflejos plateados al caer la tarde.
La seductora Punta del Este
Como la flecha de un medidor de misteriosas energías, la pequeña península de Punta del Este, prácticamente en el centro de los cien kilómetros de costa de Maldonado, parece señalar el límite entre el Atlántico y el Río de la Plata. Punta del Este es el Miami de Sudamérica. No es únicamente la estrella de Uruguay. Muchos la consideran el mayor destino de sol y playa de toda Sudamérica. Escogida hace décadas como refugio vacacional de grandes fortunas en busca del maridaje perfecto de naturaleza y lujo, Punta del Este puja hoy por mantenerse cara y excéntrica, a pesar del ritmo imparable al que crece la especulación constructiva de unos terrenos que prometen éxito asegurado. Sus cálidas temperaturas, la belleza de sus playas, los deportes náuticos que aquí se combinan con el golf y los partidos de polo, su exquisita oferta gastronómica, una zona libre de comercio y la estabilidad política y social más alta de América Latina explican el irresistible poder de seducción que ejerce Punta del Este.
La tentación se complementa con la larguísima playa de José Ignacio, un pedazo de costa brava y muy chic a la que se llega cruzando un original puente ondulante. Y con la curiosa ciudad masónica y balnearia de Piriápolis, a 97 kilómetros al este de la capital uruguaya, la primera infraestructura turística del país, creada a principios del siglo XX al más puro estilo europeo y plagada de argentinos, especialmente de diciembre a marzo. Circundada por una herradura de montañas y bosques perfumados de eucaliptos y pinos frente al mar, la esotérica Piriápolis se visita según una ordenada hoja de ruta, siguiendo una especie de camino iniciático. Una prueba más de que Uruguay contiene singularidades y extravagancias dispuestas a sorprender al mayor de los escépticos.
Mate, tango y parrilla
Uruguay y Argentina no solo comparten cultura sino que compiten ambos por apropiarse del origen de sus máximos emblemas, como son el tango, el mate y las parrilladas de carne. No fue Borges –el gran escritor nacido en Buenos Aires, pero con parte de familia uruguaya– el único que consideraba al país vecino como la banda oriental de un mismo territorio, antaño perteneciente al Virreinato del Río de la Plata. Borges concedía a Uruguay la maternidad del tango. La Unesco lo declaró Patrimonio Cultural Inmaterial en 2009, a petición conjunta de Buenos Aires y Montevideo.
Mantener el título de principales consumidores per cápita de carne de res es otro de los objetivos por los que luchan argentinos y uruguayos. En un artículo de 2012, el diario The New York Times destacaba a Uruguay como nuevo “rey de la carne”. El hecho es que su producción constituye la principal industria de Uruguay –con una proporción de 3,5 vacas por habitante–. Además, exporta y consume el doble que Argentina. El ritual de la parrillada, con sus brasas ardientes y su aromático ahumado, sigue muy vivo en Uruguay, constituyendo uno de sus mayores signos de identidad. El mejor vino uruguayo para acompañar estos asados es un tinto con marca de origen, fruto de la cepa Tannat, aunque la bebida nacional, sin duda alguna, sigue siendo el mate. “Los argentinos no beben mate en comparación con los uruguayos”. Es la frase con que presumen aquí de su amor por la infusión de esta hierba amarga y estimulante, que se cultiva en las cuencas de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay, y se sirve desde tiempos precolombinos en una taza elaborada con una pequeña calabaza ceremonial redonda –llamada el mate– de donde se aspira a través de un sorbete –hoy metálico, llamado la bombilla–. Su consumo en Uruguay es una auténtica locura. Veremos uruguayos con el mate en la mano y el termo adicional, sujeto con el antebrazo contra el pecho, en el autobús, en el paseo marítimo, en la playa… A todas partes acuden con su apéndice imprescindible.