Cada vez somos más conscientes de la fugacidad de la vida, a pesar de que nuestra esperanza de vida no ha dejado de incrementarse década tras década.
Sea como fuere, si contemplamos nuestra vida en cifras, nos percatamos de repente de que no tenemos tantas oportunidades de hacer todas las cosas que queremos.
Y es que en una vida media normal en occidente nos pasamos 6 meses sentados en el retrete, 12 años mirando la televisión y un tercio durmiendo. Ya no nos queda tanto tiempo, pues. Y parte de ese tiempo también lo invertiremos en comer sin levantarnos de la mesa (3,5 años) y en trabajar (8 años).
Pero también nos latirá el corazón 3.000 millones de veces, lo cual nos permite escoger buenos motivos para que lata, como enamorarse. También caminaremos, de media. 22.000 km, así que depende de nosotros hacia donde encaminemos esos pasos. 12 años los pasaremos charlando, así que podemos escoger bien con quién lo hacemos.
Viajando apenas permaneceremos una fracción diminuta de todo este tiempo. Escoger los destinos es importante. Y, tocados por la ansiedad de ver lo máximo posible en tan poco tiempo, muchos se entregan a los viajes espídicos, en los que llegas a toda velocidad a un sitio, tiras la foto, compras el recuerdo, y de camino al siguiente enclave.
Sin embargo, vivir más deprisa no significa vivir mejor. La vida buena se caracteriza por las buenas elecciones, no por la acumulación de las mismas. Debemos escoger los viajes, como los amigos, y también debemos entregarnos a ellos con la tranquilidad del que no teme la fugacidad de la vida: porque sabemos que allí, donde estamos, estamos bien.
Tíbet y arena
En ese sentido, los occidentales quizá deberíamos aprender a no ponernos en el centro del universo. Quedarnos en el ahora y exprimirlo. Olvidar la ansiedad del futuro. Unos conceptos que se asimilan mejor cuando viajamos a lugares como el Tíbet y contemplamos la tradición de los mandalas de arena de los budistas.
Creando mandalas increíblemente bellos e historiados con granos de arena, los budistas tibetanos ilustran el inevitable transcurrir del tiempo. La arena se vierte en embudos metálicos para crear los diseños y formas de animales fantásticos, demonios y símbolos espirituales.
Tal y como explica el libro de Lonely Planet Happy:
{Los mandalas de arena pueden llevar días y hasta semanas de trabajo duro, pero cuando se acaban, la fabulosa creación se vierte en una urna. La mitad de la arena se reparte entre el público, para dispersar su poder curativo por la sala. La otra mitad se echa al río más cercano, para que lleve su poder sanador al mundo. Celebrar la fugacidad de la vida resulta extrañamente reconfortante. (…) Acepta la verdad inevitable de que nada dura y saborea la paz que eso conlleva.}
Construir Mandalas ayuda a equilibrar los chakras por medio de los colores y las formas sagradas, e impulsa a que partes de nuestro cerebro trabajen de un modo distinto. El interés occidental por el mandala se debe en gran medida a la obra del psiquiatra Carl C. Jung. Jung estudió los mandalas orientales, y descubrió que las propiedades integradoras de los mismos eran beneficiosas en la psicoterapia