Durante mis escapadas a lo largo y ancho de este mundo, nunca he sentido que ponía mi vida en peligro.
Incluso viajando en el metro de México donde los únicos graciosillos fueron unos policías a quienes me acerqué para preguntar qué dirección tenía que tomar para ir a una estación de autobuses, y después de seguir sus indicaciones, y dar un rodeo enorme, volví a pasar delante de ellos mientras los veía reirse de mi abiertamente.
Cuando se viaja sola está claro que no es lo mismo que cuando se viaja en pareja o en grupo. Como diría mi padre, hay que evitar ponerse en situaciones de peligro. Estas son algunas recomendaciones que os puedo ofrecer, para disfrutar de un viaje tranquilo y sereno, sin más problemas que la de unos policías ociosos que decidieron reírse de una gachupina despistada.
Lo primero y principal es respetar las tradiciones, y vestirse de forma correcta para no atraer las miradas indiscretas, molestar con nuestro atuendo o generar envidias o violencias. Yo, por ejemplo, suelo ir siempre en vaqueros, zapatillas deportivas, y en vez de bolsos de marca llevo un bolso de cuero que me cuelgo de bandolera para poder tener las manos libres. Y nunca llevo joyas ni cámaras de fotos muy vistosas ni aparatosas.
Es importante procurar parecer lo menos posible una turista, e intentar confundirse con el resto de la gente. Es conveniente llevar siempre puestas las gafas de sol, pero procurando que no sean de marca, para no suscitar envidias o robos o por lo menos evitar mirar directamente a los ojos porque hay personas a quienes un intercambio de miradas puede molestar, o pueden llegar incluso a malinterpretarlo.
Hay que avanzar sin miedo por la vida, y no permitir que si algo nos atemoriza o nos sorprende se nos note el susto en la cara. Y no reaccionar nunca antes las provocaciones, a los piropos o a los silbidos (ni tampoco a las risotadas de dos policías aburridos).
No permanecer sola en la calle cuando oscurece. Es una cuestión de sentido común. Hay veces en las que si se nos ha hecho tarde es mejor gastarse el dinero cogiendo un taxi que nos lleve al hotel o a donde estemos alojados que andar deprisa, con el corazón a mil por hora, por calles desconocidas y desiertas.
Es mejor beber siempre de botellas que hayamos comprado y abierto nosotros mismos. Sobre todo en lugares que estén en fiestas. No se trata sólo de la calidad del agua, es más bien tener siempre el control de lo que se está consumiendo y dónde.
Ser amable con la gente, interesarse por sus costumbres pero procurar no contarles nuestra vida y milagros, por lo menos hasta que nuestro instinto no nos diga que estamos seguros.
Cuando llegamos a un país, conviene informar de nuestra presencia a la propia embajada local. Viajar en solitario puede ser una gozada porque no hay que estar tirando ni esperando a otros. Vas a tu ritmo, te paras donde quieres, hablas con quien te apetece.
Recuerdo que en ese viaje a México que os comentaba al principio, nada más llegar, como no conocía a nadie, me apunté a una excursión a Taxco, la ciudad de la plata, que organizaba un hotel de 5 estrellas del DF. Al llegar al sitio en cuestión, primero nos llevaron a una tienda donde, prácticamente estuvimos toda la mañana. Luego, nos llevaron a un restaurante que no pudimos elegir. Cuando quisimos visitar la ciudad, nos dejaron sólo una hora. Me dije que una y no más.
Por eso decidí regresar por mi cuenta y riesgo a Taxco, aunque tuviese que desplazarme en metro y en autobús. Yo creo que fue la mejor decisión que tomé en ese viaje, porque a partir de entonces, pude visitarlo todo a mi ritmo, respetando a la gente y a las tradiciones locales, viviendo experiencias únicas, y no permitiendo que el temor de los demás guiara mi vida.
Cuando un grupo de excursionistas llega hasta un pueblo o una aldea perdida, por muy discretos que se muestren, los lugareños los consideran como a forasteros que han invadido su espacio, por lo que prefieren escudarse detrás de un caparazón. Cuando la que aterriza por allí es una caminante solitaria, se logra establecer un contacto privilegiado. Quizá porque la soledad es sinónimo de exclusión, de carencia. Por este motivo se acercan y hasta te hacen confidencias. Para ellos es bueno desahogarse con una persona que llegó y que se marchará con el viento.
Una vez conocí a Paquita, una montañera feliz que siempre caminaba sola y a quien se la conocía como “la de los caminos viejos”. Pues bien, hablando con ella me dijo que no sabía de dónde le venía ese amor por el fuego y por acampar ella sola a la luz de las estrellas. También se preguntaba si su pasión se iría extinguiendo a medida que el peso de su mochila se fuese haciendo más pesado. Lo único que tenía verdaderamente claro es que las piedras que recogía durante sus andanzas habían perdido todo su esplendor cuando las sacaba de su mochila al llegar a casa.
Yo, cada día estoy más convencida de que, en esta vida, quienes asumen riesgos aprenden a medirlos; y de que las personas determinadas y con confianza probablemente corran menos riesgos. Aunque sólo sea el de convertirse en víctimas del miedo a lo desconocido.