Grecia

Sarakiniko Milo

Existen historias y leyendas para todos los gustos.

Hay quien cree que la amante del escultor que la dio forma, quizás Alejandro de Antioquía, asfixió al autor antes de que pudiera concluir su obra. Otros piensan que, como diosa del amor que es, su belleza no podía ser perfecta, ya que parte de ella residía en el alma y no solo en el cuerpo, de ahí que su figura quedara incompleta. Pero todo esto, tal vez, no sean más que especulaciones románticas. Lo más probable es que la Venus más famosa del mundo, semienterrada bajo unos olivos cuando fue encontrada por un campesino, perdiera sus brazos al golpearse contra las rocas cuando intentaban sacarla a toda prisa de la isla. O, por qué no, durante la contienda entre el barco francés en el que huía a su exilio y las embarcaciones turcas, que consideraban que era patrimonio del Imperio Otomano, contra el que, por aquel entonces, Grecia libraba una crucial guerra de independencia. Ha pasado mucho tiempo desde aquel 1820, y hoy para ver a la Venus de Milo hay que ir al Louvre, en París.

Pero el lugar exacto donde fue descubierta, en el archipiélago de las Cícladas, sigue siendo motivo de visita por mucho que su habitante más célebre ya no viva en ella. Al contemplar las rocas blancas de la playa de Sarakiniko cualquiera puede recordar la piel de la que fuera esposa de Vulcano, por mucho que esté cincelada en mármol y no moldeada con esta piedra propia de un paisaje lunar. Ni rastro de vegetación. Los únicos escultores aquí han sido el viento y las olas.

Un barco hundido

La toba volcánica blanca de la playa, formada por la acumulación de ceniza, no es lo único que concentra las miradas. A escasos metros de Sarakiniko aún se atisban los restos de un naufragio, un barco oxidado ya por la acción del tiempo que cada vez se hunde más bajo las aguas de esta isla rotundissima, según Plinio El Viejo, de apenas 150 kilómetros de extensión, una de las más desconocidas de las Cícladas, nomenclatura con la que los antiguos geógrafos hacían referencia a la curiosa distribución de un archipiélago que parece extenderse como un círculo en torno a la sagrada Delos, patria de Artemisa y de su hermano mellizo Apolo, dios del sol, de la luz y de la belleza. En él, y también en Venus, pensamos al mirar una vez más hacia el horizonte, que aquí es níveo.

Como una obra de arte

Además de los imponentes fenómenos geológicos, como estos de Sarakiniko, la costa de Milo, situada en el llamado arco volcánico del Egeo, alberga importantes restos arqueológicos de las épocas minoica, helenística, romana y bizantina. Para profundizar en el pasado lo mejor será visitar el Museo Arqueológico de Plaka, la capital, a escasos kilómetros de la playa. El peso de la historia no está reñido aquí, en esta ciudad, con esa magia tan especial que despiertan las islas griegas, en torno a calles estrechas con casitas blancas y puertas de colores, con tabernas que, al caer la noche, se iluminan para ofrecer pescado fresco a la plancha, pulpo en espetón y alguna copa de ouzo. Hay más cosas que ver en Milo. Por ejemplo, Tripiti y su teatro, sus catacumbas y sus preciosas puestas de sol, el Museo de la Minería en Adamas, que repasa la que ha sido desde tiempos inmemoriales la principal actividad económica de la isla, o los islotes volcánicos Glaronísia, que se asemejan a una escultura de columnas estriadas. Es inevitable: cualquier comparación artística en Milo no es pura coincidencia.

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