Pamukkale: Una piscina infinita en plena naturaleza

La primera vez que vi Pamukkale, supe que debía visitarlo algún día, de forma irremediable.

Esta instantánea, unida a mis insuperables ganas de viajar a Estambul, fueron en parte las grandes culpables de que este verano pasado decidiera visitar tierras turcas. No tardé demasiado en hacer realidad el deseo de visitar este lugar, que atrapa con tan solo ver una imagen. Así, tras unos días en Capadocia -y después de unas diez horas en autobús-, puse rumbo a este pueblo y atracción turística conocida en todo el mundo. Uno de los paisajes más sorprendentes que he visitado nunca y un lugar muy agradable, aunque un poco de postal -un tanto superficial, vaya-, que además me permitió darme un baño, lo que no fue mala idea para combatir el calor que hacía y los pocos planes de agua que llevaba en mente. Gracias a esto último, he catalogado al lugar como una piscina infinita en plena naturaleza.

Pamukkale es producto de los movimientos tectónicos que han generado aguas termales y que a consecuencia de la gran cantidad de sales entre las que destaca la creta, han formado las paredes de caliza y travertino de color blanco. De esta forma, la imagen es la diferentes pozas de aguas claras con la vista puesta sobre el horizonte, a modo de piscina infinita. Su nombre responde a 'Castillo de algodón', en clara alusión al color por excelencia en este lugar y la sensación de estar en lugar sacado de un cuento.

A medida que se va subiendo la colina en la que el paisaje está encaramado, se ven las terrazas, cada una con su forma y con agua o sin ella, ya que no todas tienen la misma situación.

De hecho, las primeras que se encuentran en el camino y en las que el viajero puede darse un baño han sido creadas artificialmente para limitar el uso turístico y poder cuidar otras zonas que antes estaban en claro deterioro. La causa es que antes de que fuera declarado Patrimonio de la Humanidad, la gente podía bañarse de cualquier manera en el lugar o alojarse en hoteles que se levantaban allí mismo. Otra de las consecuencias es que algunas de las pozas no tengan agua, ya que se intenta que se rehabiliten al sol y recuperen el tono blanco que les es tan característico.

Supongo que el primer y gran consejo que puedo daros, como me lo dieron a mí, es que evitéis subir a conocer Pamukkale por la mañana. Riadas de turistas así lo hacen y la visita puede perder bastante encanto. De hecho, por la tarde, además de que haya menos gente, se puede quedar uno hasta el atardecer, momento especial en muchos lugares y más en este. Yo me encaminé a la tarde y disfruté mucho del sitio, aunque siguiera habiendo bastantes otras personas con las que compartir tan lindo lugar. No se hizo, no obstante, nada especialmente agobiante.


Puedes tomar el baño, cuya zona como adelanté está al inicio de una pendiente que te lleva al corazón del lugar, al inicio del recorrido o bien dejarlo para el final. Yo, que iba bastante bien de tiempo, decidí hacerlo en los dos momentos, ya que me gustaba la sensación de poderme refrescar en un lugar tan especial. Aunque el fondo era algo fangoso, fue una experiencia genial. Y a ello ayudó también el paisaje, precioso, ya que Pamukkale está enclavado en un valle.

Tras un baño como toma de contacto, me acerqué al resto de Pamukkale, viendo las zonas de las aguas termales que ahora están recuperándose y que por ello tenía en muchos casos una apariencia diferente de lo que había imaginado. No obstante, el lugar impresiona y es muy agradable pasear por la zona, disfrutando de un paisaje casi único, ya que hay solo otros pocos a lo largo y ancho del planeta de semejantes características.

Sin duda, el momento especial fue despedir este 'castillo de algodón' al caer el día, dejando que los tonos rojizos se fueran adueñando de la escena y poder así disfrutar de dos bellezas naturales que casaban maravillosamente. Hacer fotos y mirar la estampa una y otra vez fue el único cometido que tuve entonces. Podría haber creído vivir tan solo con la intención de disfrutar de ello toda la vida.


Pamukkale, además de un lugar de especial por lo bonito y singular que es, tiene también un atractivo que hace que merezca la pena pagar la entrada: la ciudad antigua de Hierápolis. Se trata de una ciudad helenística construida alrededor de 180 a. C. y que aunque no está especialmente bien conservada, tiene un importante interés histórico y los restos dan una idea de la que fue su apariencia. La urbe, que sufrió un terremoto durante el reinado de Tiberio en el año 17, fue reconstruida posteriomente convirtiéndose en una ciudad típicamente romana. Pero el impacto de los seísmos siguió afectándole y la destruyó completamente en 1354.

Lo mejor de todo es que por la tarde no había apenas gente en la zona y pude ir de ruina en ruina, tranquila y leyendo la historia de cada estancia que ahora es resto arqueológico para hacerme una idea de cómo era. En un lado, se podía apreciar la puerta de entrada al lugar, la necrópolis, el Templo de Apolo, los baños romanos, los restos de las iglesias, las viviendas, las letrinas y lo mejor conservado de todo: el teatro romano.


El teatro romano de Hierápolis está situado en lo alto del lugar y allí llegué sola, invadiéndome una sensación de libertad total. En la antigüedad entre 15.000 y 20.000 personas, pero en ese momento yo, sola, tan solo podía imaginar cómo hubiera sido. El presente me transportó de nuevo al lugar, que despedí con una cerveza en el bar que hay en la zona y un último baño. Y con la sensación de haber disfrutado muchísimo, claro.

Anterior India: aumento de las llegadas de turistas extranjeros en septiembre
Siguiente El aeropuerto más largo del mundo está en Tibet